Decidió abrir una de las puertas. Detrás de ella, encontró una habitación con un escritorio viejo. Sobre él, había una carta. La tomó con manos temblorosas y leyó:
“No importa cuánto corras. La verdad no cambia, solo espera a que estés listo para verla.”
El papel temblaba en sus manos. La caligrafía era familiar, pero su mente se negaba a aceptar de quién era. ¿Era suya? ¿O de alguien que alguna vez conoció?
Giró sobre sus talones, pero la puerta por la que había entrado ya no estaba. La habitación se estrechaba, las paredes avanzaban lentamente hacia él. Su respiración se volvió errática. Se giró de nuevo y otra puerta había aparecido. No la pensó dos veces y la cruzó.
Al otro lado, lo esperaba un espejo, pero esta vez no reflejaba su imagen. En su lugar, había una versión de sí mismo que no recordaba haber sido jamás. Más joven, con una mirada perdida. No era él… o tal vez sí.
La figura en el espejo sonrió, pero su sonrisa no tenía alegría.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir huyendo? —susurró su reflejo.
El frío le recorrió la espalda. ¿De qué estaba huyendo?
Las sombras a su alrededor se movieron de nuevo. Ahora entendía: no eran solo fragmentos de un mundo irreal, eran fragmentos de su propia mente. Ecos de pensamientos que había enterrado, recuerdos que se negaba a aceptar.
Se llevó las manos a la cabeza. ¿Qué era lo que no quería recordar?
Entonces lo vio.
Una imagen borrosa, un recuerdo que no encajaba con nada más. Un lugar desconocido, una sensación de pérdida. Voces apagadas llamándolo, pero sin pronunciar su nombre. Personas que alguna vez significaron algo, pero cuyos rostros estaban incompletos.
Cerró los ojos con fuerza, pero no pudo escapar. Su propio reflejo se volvió más nítido, y con él, una verdad que siempre había estado ahí.
“No importa cuánto corras. La verdad no cambia.”
Las sombras lo rodeaban, pero ya no se movían al azar. Se alineaban, como piezas de un rompecabezas que finalmente empezaban a encajar.
Respiró hondo.
Si había una verdad oculta en su mente, tendría que enfrentarse a ella.
Y esta vez, no huiría.
El silencio dentro de la casa flotante se hizo aún más denso. Ahora no solo eran sombras y objetos distorsionados, sino algo más profundo, más íntimo. Era su propia mente la que comenzaba a volverse en su contra.
Se puso de pie, tratando de ignorar la sensación de que la silla aún conservaba un peso invisible. Caminó hacia la puerta, pero la casa había cambiado. El pasillo por el que había entrado ya no existía. En su lugar, había un corredor interminable, repleto de puertas idénticas. Cada una de ellas parecía susurrar su nombre en una lengua que no conocía, pero que de algún modo entendía.
Tomó aire. Nada de esto es real.
Pero… ¿y si lo era?